Estilo y Narración II

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cómo hablar de los libros que se han leído

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Los periodistas culturales suelen ser especialistas en hablar de libros que no han leído, o que han mal leído, y el de Pierre Bayard no escapa de esta fatalidad. El pobre Bayard lleva meses corrigiendo o desmintiendo las precipitadas conclusiones a que da lugar el título de su ensayo: Cómo hablar de los libros que no se han leído.

Por Ignacio Echeverría / Revista Libros – El Mercurio, noviembre 2008.

La reciente publicación en español de Cómo hablar de los libros que no se han leído, el ensayo de Pierre Bayard que tanto ha dado que hablar desde su aparición en Francia hace ya un año y medio, acapara estos días la atención de los periodistas culturales. La provocación es un arma de doble filo: si por un lado suele conseguir la notoriedad deseada, el ruido que produce suele distorsionar, cuando no ensordecer por completo, las intenciones que la mueven. El pobre Bayard lleva meses corrigiendo o desmintiendo las precipitadas conclusiones a que da lugar el título de su ensayo. Los periodistas culturales suelen ser especialistas, precisamente, en hablar de libros que no han leído, o que han mal leído, y el de Bayard no escapa de esta fatalidad. Su ensayo apunta mucho más lejos que a constituir un burdo recetario de esnobismo libresco, pero su título basta para avivar algunos de los tópicos que alimentan el antiintelectualismo siempre latente y, cómo no, los viejos prejuicios que insisten en desacreditar la ya de por sí maltrecha autoridad de la crítica.

¿Se lee usted los libros que critica? Con motivo de la publicación del ensayo de Bayard, menudean las encuestas en las que se plantea esta pregunta. En la mente de los encuestadores sobrevuela la frase de Oscar Wilde que Bayard cita en su libro: “Jamás leo los libros que debo criticar; para no sufrir su influencia”. Frase que encuentra eco, muchos años después (en 1981), en un aforismo de Canetti en el que se viene a decir algo parecido, aunque bastante más profundo e insidioso: “Reseñaba libros que sólo leía después. Así sabía ya lo que pensaba sobre ellos”.

No hay un solo escritor agraviado por una mala crítica que no se haya sentido tentado a pensar que el crítico en cuestión no se ha leído su libro. Cualquiera que haya ejercido el reseñismo con alguna perseverancia conoce esta suspicacia generalizada. De ahí que el título escogido por Bayard tienda a ser recibido, casi automáticamente, como una cáustica alusión al modo de proceder de tantos comentaristas, críticos y otros pedantes.

Aun sin ánimos de salir al paso de lo que no deja de constituir lugar común, vale la pena aprovechar esta ocasional efervescencia del mismo para poner de nuevo en circulación algunas ideas que contribuyen a complicarlo y, en definitiva, a eludirlo.

La primera de todas: uno de los servicios principales que la crítica brinda a sus usuarios consiste en eso mismo, en permitirles hablar de los libros que no han leído, procurándoles los argumentos para hacerlo. Ya desde esta misma columna se ha señalado en otras ocasiones el fraude que supone adjudicar a la crítica un horizonte divulgativo, conforme al cual su misión principal consistiría en incentivar la lectura. Desde este punto de vista, la crítica negativa o disuasoria no tendría objeto alguno, por cuanto habría de supeditarse en todo momento a la muy noble y saludable tarea de reclutar lectores.

No son pocos los suplementos literarios en que impera la consigna de ocuparse únicamente de aquellos libros de los que se puede hablar bien. De los restantes, se advierte, mejor no hablar.

Se trata de una consigna que abona los intereses de la industria editorial, beneficiaria directa de las periódicas campañas institucionales destinadas a la incentivación de la lectura. La premisa de éstas es la de que leer es bueno de por sí, con independencia de cuáles sean los contenidos -no digamos ya los efectos- de la lectura. Pero esto último constituye una falacia: no hace falta ser sociólogo cultural para observar cuántos lectores asiduos de novelas “románticas” o de tramoyas conspirativas se pasan la vida leyendo una y otra vez el mismo libro, que se les ofrece bajo diferentes envoltorios, mientras la cabeza se les llena ya de tórrido sentimentalismo, ya de peregrinas paranoias.

Veamos: ¿alguien pretende que habría que leerse todos esos libros para poder desdeñarlos? ¿Debe calificarse de prejuicio el juicio que se hace basado en la lectura o el simple vistazo de uno sólo de ellos? ¿Le hace falta a nadie leerse el ensayo de Bayard para saber qué cabe decir, sin haberlos leído, de libros como, póngase por caso, Los secretos de la Sábana Santa?

En niveles apenas superiores, sin embargo, la cosa se vuelve enseguida más peliaguda. Y es aquí donde la crítica juega su papel, entendida como servicio tanto más necesario en cuanto más abrumadora resulta la oferta de los libros y la indistinción generalizada de todas las categorías conforme a las cuales considerarlos.

Cómo hablar de los libros que no se han leído: esta sería la primera utilidad de la crítica para quienes no necesitan, como Santo Tomás, meter cada vez el dedo en la llaga, y son capaces de aceptar un juicio de confianza para decidir de antemano que no vale la pena leer determinados libros de los que, sin embargo, por virtud del periodismo y de la publicidad, se habla todo el rato.

La segunda utilidad es más valiosa todavía, y más importante también, dado que se ciñe al exiguo caudal de los libros que sí vale la pena leer. Podría formularse de la siguiente manera: Cómo hablar de los libros que se han leído.

Que ha leído el crítico, por supuesto; pero que ha leído también, o que debería leer, el ciudadano al que se dirige.

Pues en esto, y no en otra cosa, consiste la función esencial de la crítica: en socializar el acto privado de la lectura, proponiendo un lenguaje adecuado a la experiencia que ésta entraña. Cómo hablar de los libros que se han leído, qué decir de ellos, como acoger, con las viejas palabras de siempre, los nuevos sentidos que en ellas despiertan.

Written by Marisol García

July 28, 2009 at 8:43 pm

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