Estilo y Narración II

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los editores de diarios y sus vicios

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Por Donella Meadows

He llegado a conocer al menos cincuenta editores de diarios. Son gente bien informada. Leen cuatro o cinco periódicos al día; los editores de las páginas editoriales leen cuando menos veinte columnas de opinión al día. Es gente disciplinada, productiva, y ágil con las palabras. Gente organizada. La mayoría respeta ciertos estándares de ética profesional en asuntos como evidencias sobre los hechos, equilibrios, veracidad y el derecho del público a conocerlas. Por encima de todo, se preocupan por la sociedad y la democracia, y por las corrientes informativas que mantienen a una comunidad y a una nación unidas.Como todos los demás, sin embargo, los editores de prensa están inmersos en un sistema cuya estructura, cuyos premios y castigos, determinan su comportamiento; y no siempre para bien. Las empresas para las que trabajan fabrican diariamente un producto bajo un programa estrictamente elaborado, lo cual no propicia la reflexión cuidadosa. Son empresas comerciales que buscan captar publicidad, cautivar al público y generar ganancias. Hay mucho espacio disponible todos los días, y la competencia por ese espacio es intensa.Todo lo que he dicho de los periódicos es aun más cierto en la radio. El resultado es una serie de características que todos conocemos: el estándar y la serie de críticas generalmente precisas sobre los medios.
· Se concentran en el evento; reportean superficialmente los acontecimientos y no reparan en las estructuras subyacentes.
· Son cortoplacistas; producen noticias sensacionalistas y después las abandonan. No observan los fenómenos de manera cuidadosa y a largo plazo (ignoraron el efecto invernadero durante décadas, hasta que hubo sequía en el Medio Oeste).
· Son instintivamente gregarios: enviarán a 1.500 reporteros a una convención política, pero ninguno asistirá a la presentación de una política ambiental crucial.
· Los atraen las personalidades y autoridades; no les interesan las personas de las que no han oído hablar.
· Para cumplir con las limitaciones de tiempo y espacio, simplifican los temas. No toleran la incertidumbre, la ambigüedad, los sacrificios o la complejidad.
· Son escépticos; les han mentido y los han manipulado tan a menudo que no le creen a nadie. Son cínicos y en ocasiones irritan a la gente que les está diciendo la verdad.
· Tienden a deformar la verdad para cuadrar su historia y, así, no ven el mundo tal como es (varias veces viví la frustrante experiencia de ser entrevistada por un reportero que no quería escuchar hechos que contradijeran «su historia»).
· Aman la controversia y creen que la armonía es aburrida; ven el mundo como una serie de situaciones antagónicas del tipo perder/ganar, correcto/incorrecto. Les atrae el conflicto y las cosas que no funcionan; no hacen caso de las cosas que sí funcionan.
· Son muy conservadores; aunque les gusta pensar que son duros e inflexibles, en realidad solo denuncian asuntos marginales para la sociedad. La mayor parte de las veces, por lo general inconscientemente, defienden el statu quo y en verdad se resisten a las nuevas ideas.
· También inconscientemente, informan a través de los filtros de la inutilidad, la imposibilidad, el cinismo, la pasividad y la aceptación. Reportan problemas, no soluciones; obstáculos, no oportunidades. Sistemáticamente niegan su poder y el de su audiencia.



Written by Marisol García

February 24, 2010 at 4:24 pm

Sofismas de distracción

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Por Gabriel García Márquez

Maestro Gabriel García Márquez: Para nadie es un secreto que su obra literaria está impregnada de su profesión de periodista. Usted mismo lo ha dicho varias veces. Supongo que esa es la razón por la cual nos ha entregado un relato (de un náufrago), una crónica (de una muerte anunciada) y una noticia (de un secuestro). Por ese camino, ¿podemos esperar una entrevista? ¿Con quién?

(Pregunta de Camilo González Díaz, vía Internet, a la revista Cambio).

En síntesis, su pregunta concreta es si los lectores pueden esperar de mí un libro que sea una entrevista —así como publiqué una crónica, un relato y una noticia—. Mi respuesta concreta es que no. Sin embargo, el espíritu de su carta me hace pensar que tiene otras preguntas más, y no sé por qué no las hizo. Pues bien: las doy por hechas. Y agrego para ponernos en orden desde el principio que además he escrito nueve novelas, treinta y ocho cuentos, más de dos mil notas de prensa, y quién sabe cuántos reportajes, crónicas y guiones de cine. Todos los he hecho día tras día con la punta de los dedos en más de sesenta años de soledad, por el puro, simple y gratuito placer de contar el cuento. En resumen: mi vocación y mi aptitud son de narrador nato. Como los cuenteros de los pueblos, que no pueden vivir sin contar algo. Real o inventado, eso no importa. La realidad para nosotros no es sólo lo que sucedió, sino también y sobre todo, esa otra realidad que existe por el solo hecho de contarla. Sin embargo, cuanto más he escrito menos he logrado distinguir los géneros del periodismo.

Los he enumerado de memoria —y no todos los de comunicación, que ya son demasiados— y he omitido a conciencia la entrevista como género, porque siempre la he tenido aparte, como esos floreros de las abuelas que cuestan una fortuna y son el lujo de la casa, pero nunca se sabe dónde ponerlos. Sin embargo, es imposible no reconocer que la entrevista —no como género sino como método— es el hada madrina de la cual se nutren todos. Pero no me parece un género en sí misma, como no me parece tampoco que lo sea el guión en relación con el cine.

Otra cosa que me preocupa de las entrevistas es su mala reputación de mujer fácil. Cualquiera cree que puede hacer una entrevista, y por lo mismo el género se ha convertido en un matadero público donde mandan a los primerizos con cuatro preguntas y una grabadora para que sean periodistas por obra y gracia de sus tompiates. El entrevistado tratará siempre de aprovechar la oportunidad de decir lo que quiere y —lo peor de todo— bajo la responsabilidad del entrevistador. El cual, por su parte, tiene que ser muy zorro para saber cuándo le han dicho la verdad. Es el juego del gato y el ratón, hoy consagrado en su etapa primaria por las entrevistas en directo y a boca de jarro, que casi siempre se aprovechan para aprender. O para foguear novatos armados, cuyo peor mérito para ser periodistas es que no se asustan de nada y van a la guerra con ametralladoras magnetofónicas sin preguntarse hasta dónde y hasta quién pueden llegar las balas.

Mi problema original como periodista fue el mismo de escritor: cuál de los géneros me gustaba más, y terminé por escoger el reportaje, que me parece el más natural y útil del periodismo. El que puede llegar a ser no sólo igual a la vida, sino más aún: mejor que la vida. Puede ser igual a un cuento o una novela con la única diferencia —sagrada e inviolable— de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites pero el reportaje tiene que ser verdad hasta la última coma. Aunque nadie lo sepa ni lo crea.

Nunca se aprenderá a distinguir a primera vista entre reportaje, crónica, cuento y novela. Pregúnteselo a los diccionarios y se dará cuenta de que son los que menos lo saben. Es un problema de métodos: todos los géneros mencionados tienen sus puertos de abastecimiento en investigaciones y testimonios, en libros y documentos, en interrogatorios y encuestas, y en la creatividad torrencial de la vida cotidiana. Y sobre todo en entrevistas hechas no para publicar dentro de los formatos convencionales del género, sino como viveros de creación y de vida de todos los otros. Y dicho esto habría que reconocer que la entrevista es el género maestro, porque en ella está la fuente de la cual se nutren todos los demás.

Esto podría ser una demostración más de que las definiciones de los géneros periodísticos son aproximadas o confusas, pero la finalidad primordial de todos es que el lector conozca a fondo hasta los pormenores ínfimos de lo que pasó. Todos ellos comparten entre sí la misión de comunicar, y el problema esencial de los comunicadores no es ni siquiera que nuestro mensaje sea verdad, sino que nos lo crean. Usted ha mencionado sin citar los títulos de tres géneros trabajados por mí y es fácil saber cuáles son. Vamos a revisarlos, aunque sólo sea para confirmar el embolate técnico y semántico con que nos tienen confundidos.

Empecemos por precisar que Crónica de una muerte anunciada sería más un reportaje que una crónica. Es la reconstrucción dramática del asesinato público de un amigo de mi infancia, a manos de dos hermanos de una antigua novia suya, devuelta a la familia por el esposo que no la encontró virgen la noche de bodas. En el sumario consta que ella acusó a mi amigo de ser el autor de su deshonra, y sus hermanos lo mataron a cuchilladas a pleno día en la plaza pública. Esperé treinta años, uno detrás del otro, para escribir el drama —del cual no fui testigo— porque mi madre me suplicó que no lo hiciera por consideración con las dos familias enemigas. Cuando por fin me dio permiso tenía el tema tan molido en la memoria que ni siquiera tuve que refrescarlo sino que lo escribí sin apelar a ninguno de los testigos incontables. No es en rigor una crónica —como digo mal en el título— sino un episodio histórico protegido de la curiosidad pública por el anonimato de los lugares y las identidades y los nombres cambiados de los protagonistas, pero con una fidelidad absoluta a las circunstancias y los hechos. De modo que no sería legítimo revindicarlo como un reportaje formal pero sí como un modelo válido del género.

Noticia de un secuestro es en efecto la reconstrucción completa de una noticia espantosa que estuvo viva y dinámica en Colombia durante doscientos sesenta y dos días, por los secuestros continuados de diez personas importantes con una finalidad única: impedir que la Asamblea Constituyente aprobara la extradición de colombianos a los Estados Unidos. La clasificación estructural sería válida como un reportaje puro, porque todos los datos son verídicos y comprobados. Pero también el título se puede sostener, porque es una sola noticia vasta y compleja desde sus orígenes primeros hasta sus últimas consecuencias.

Relato de un náufrago está más cerca de la crónica, porque es la trascripción organizada de una experiencia personal contada en primera persona por el único que la vivió. En realidad es una entrevista larga, minuciosa, completa, que hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada en otra olla: un reportaje. No tuve nada que forzar porque fue como pasearme por una pradera de flores con la posibilidad suprema de escoger las mejores. Y esto lo digo en homenaje a la inteligencia, el heroísmo y la integridad del protagonista que con justicia fue el náufrago más querido del país.

No usamos grabadoras, porque las mejores de aquel tiempo eran tan grandes y pesadas como una máquina de coser, y el hilo magnético se embrollaba como cabellos de ángel. Aun hoy sabemos que son muy útiles para recordar, pero nunca hay que descuidar la cara del entrevistado, que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario. Tuve que tomar notas en un cuaderno de escuela, y eso me obligó a no perder una palabra ni un matiz de la entrevista, y a tratar de profundizar a cada paso. Gracias a esos cuidados, tropezamos de pronto con la causa del desastre, que hasta entonces no se había dicho: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra. ¿Qué fue esto sino una entrevista exhaustiva en más de veinte horas de interrogatorios para averiguar la verdad? Sin embargo, yo la había conocido mejor que el lector en un cuento contado de viva voz con suspensos diarios: un relato fascinante.

Creo, en fin, que el periodismo merece no sólo una nueva gramática, sino también una nueva pedagogía y una nueva ética del oficio, y visto como lo que es sin reconocimiento oficial: un género literario mayor de edad, como la poesía, el teatro, y tantos otros. A ver si con un reconocimiento tan justo —entre tantos sofismas de distracción— los periodistas colombianos nos le medimos por fin al reportaje inmenso que se espera de nosotros: cómo es que la Colombia idílica de los poetas se nos ha convertido en el país más peligroso del mundo.

Written by Marisol García

August 13, 2009 at 5:49 pm

entrevista a tomás eloy martínez

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MAESTROS DEL PERIODISMO
Tomás Eloy Martínez:

“El anonimato digital potencia el periodismo amarillo”

Por JUAN CRUZ / DOMINGO de EL PAÍS – 08-02-2009

Tomás Eloy Martínez (Tucumán, Argentina, 1934) sufrió una operación delicada, se sometió a curas prolongadas, y mientras tanto escribió artículos, terminó una novela, Purgatorio, salió a cenar, viajó a México a cumplimentar a su amigo Carlos Fuentes por su cumpleaños, y además tuvo tiempo de salir a cenar con amigos, para discutir con ellos sobre todo lo que se mueve y para seguir siendo un miembro muy activo de la Fundación Nuevo Periodismo que preside otro amigo suyo, Gabriel García Márquez. Es su carácter. Fue periodista de chico, siempre quiso contar historias, y el día en que no cuente historias (verdaderas o de ficción) dejará de ser Tomás Eloy Martínez, el periodista. Nosotros le entrevistamos en su casa de Buenos Aires (tiene otra en New Jersey, en cuya universidad de Rutgers es profesor) en medio de uno de esos vaivenes de salud, que afrontó y afronta como un jabato en la hora más alta de la fabricación de un periódico, o de una novela. Si tú preguntas en Argentina, en cualquier sitio, por el periodista que definiría hoy la pasión por este oficio, quién sería hoy un maestro, y una mayoría te dice este nombre. Aunque ha sido alentado por los premios que ha recibido por sus novelas a abandonar el oficio, esta es su pasión; la ejerció en la revista Primera plana, en el diario La Nación; en el exilio, que le salvó de las garras de la dictadura militar argentina, trabajó como periodista en Venezuela y en México; en este último país, en Guadalajara, puso en marcha en un diario. Aunque ha dirigido redacciones, su pasión ha sido el reportaje, y de esa dedicación es un ejemplo múltiple su recopilación Lugar común la muerte. Su enfermedad no le ha disminuido el énfasis tranquilo con el que se enfrenta a la vida, y en este caso al porvenir del periodismo. Después de hablar con él en Buenos Aires le dijo a unos periodistas argentinos sobre la esencia de sus dos oficios solapados, el escritor de ficciones y el periodista: “La literatura si no es desobediencia no es. La literatura, como el periodismo, son centralmente actos de transgresión, maneras de mirar un poco más allá de tus límites, de tus narices. Todo lo que he escrito en la vida son actos de búsqueda de libertad. Nada me daba más placer -cuando publicaba mis primeros artículos en La Gaceta de Tucumán- que mi madre le dijera a mis hermanas: “Tenemos que ir a misa a rezar por el alma de Tomás, que está totalmente perdida”. Con esta alma totalmente perdida tratamos de juntar los pedazos del periodismo de ayer y de hoy.

Pregunta. ¿De qué viene esta pasión?

Respuesta. Desde que tengo memoria he querido contar historias. Como no me pagan por hacerlo, me desvié hacia el periodismo, donde eso era posible. Escribí crónicas y, como tuve un éxito modesto en esos ejercicios, cuando me propuse escribir novelas no quise dejarme llevar por la facilidad del oficio que había adquirido. Quise componer novelas puras, de espaldas a toda brizna de realidad, y no existen las novelas puras. Yo quería negar todo lo que era (el periodista, el crítico de cine, el investigador de las crónicas de Indias) y de hecho lo negué en mi primera novela, que data de 1967 y no he querido volver a publica.

P. ¿Y el periodista cómo ve ahora este oficio?

R. Ante el periodismo, ante lo que vendrá, siento una cierta perplejidad; las formas de lectura están cambiando vertiginosamente y el periodismo de papel se está convirtiendo en un vehículo incómodo para la lectura. Mucha gente prefiere las versiones on-line de los periódicos, y yo les encuentro un riesgo, sobre todo en los comentarios a las noticias o a las opiniones. Por un lado, hay una libertad necesaria para escribir y para expresarse con soltura. Por el otro, el anonimato de los posteos abre el camino a una peligrosidad impunidad. No me preocupan tanto los descuidos y malos tratos a que se somete el lenguaje, que es nuestra herramienta esencial. Me preocupa más que se lea mal y que esa ligereza en la lectura derive en una ligereza en la acusación. El anonimato encubre una cierta infamia, encubre a veces sentimientos deleznables. Esto no es el periodismo, por supuesto; es una perversión del periodismo, pero es algo para lo cual el periodismo es un vehículo en este momento.

P. Pero ya había periodismo amarillo.

R. Lo había y lo hay. Lo que pasa es que esto potencia, multiplica, la fuerza del periodista amarillo. Todos los días vemos señales de este tipo de periodismo que se manifiesta en forma de acusación. Escribí una columna sobre la carnicería que se hizo con Ingrid Betancourt y con Clara Rojas cuando fueron liberadas por las FARC. Periodistas muy serios, con una larga trayectoria, añadieron leña al fuego de los chismes sobre la intimidad de las ex rehenes.

P. ¿Cómo tendrían que establecerse los límites?

R. Este es un trabajo básico de los editores. Cuando se fundó la Fundación Nuevo Periodismo la intención era proporcionar a los jóvenes periodistas, a través de los talleres, el tipo de educación sobre la edición de textos que habíamos tenido la gente de mi edad durante los tiempos de nuestra formación profesional. Esa educación ha sido arrasada ahora por la rapidez de vértigo con la que se trabaja.

P. ¿Cómo fue esa educación suya?

R. Empecé en el periodismo por necesidad, porque mis padres y yo mismo desconfiábamos de que el trabajo universitario y la literatura fueran a permitirme vivir: Así que empecé trabajando en La Gaceta de Tucumán, como correctoR. Fue una escuela formidable, porque allí estaban todos los profesores desaprobados por el peronismo. Había un gran filósofo francés, Roger Labrousse, una extraordinaria profesora de Historia, María Elena Vela, otra profesora de Filosofía, Selma Agüero… Teníamos conversaciones muy ricas mientras discutíamos los problemas de la gramática o de las separaciones de sílabas. Esa fue mi primera forma de educación periodística. Si cuidas el lenguaje, la ética viene en consonancia, porque la responsabilidad empieza por la herramienta que manejas. Desde el principio yo supe que no había una sola verdad; sé que no hay una sola verdad y que si tú y yo narramos lo que estamos viendo en este momento lo contaríamos de forma diferente.

P. Muchas verdades, y muchas mentiras. Recuerda cuando en Internet se anunció la muerte del Nobel Le Clèzio un minuto después de que le dieran el Nobel…

R. Bueno, eso pasó con Le Clèzio y eso pasa cientos de veces, con muertes, con divorcios, con separaciones, con amoríos… Y no sólo sucede en Internet, sucede también en el periodismo de papel. Hay ejemplos memorables. Recuerda lo que pasó en The Washington Post con Janet Cooke, la periodista que se inventó la historia de un niño que se inyectaba heroína con el permiso de su madre…, y que era una historia falsa. Y la de aquel periodista mitómano que hizo caer a toda la cúpula de editores del New York Times porque no advirtieron que, por pereza, estaba creando una realidad completamente falsa. A ese tipo de tropiezos está expuesto también el periodismo que ahora consideramos verdadero.

Pero yo a ese respecto tengo una anécdota personal.

P. Adelante.

R. En mi primer día en La Nación me encargaron el obituario de Sacha Guitry. La necrológica era un género muy cuidado en el diario; escribí esa con los datos del archivo y con lo que yo recordaba. Me solté el lenguaje, no me fié sólo de los datos, y don Bartolomé Mitre, el director, vino a felicitarme. Sentí entonces que ese eco de un periodismo diferente podía tener una cierta repercusión en los lectores. Después me nombraron crítico de cine, y empecé a escribir críticas iconoclastas, disconformes. Un día nos quitaron la publicidad las grandes productoras; el periódico quiso que reformara mis criterios, y yo retiré mi firma. Me mandaron a ver muertos, a una sección que se llamaba Movimiento marítimo, sobre los ahogados en el Río de la Plata. Era un castigo. Me fui. Y malviví hasta que apareció Primera plana, la revista de Jacobo Timerman. Allí unos jóvenes dimos rienda suelta a nuestro apetito por narrar, y descubrimos otro país. Timerman se fue al año y medio. Nos quedamos al frente de la Redacción tres jóvenes rebeldes.

P. ¿Qué se siente al poner un periódico nuevo en marcha?

R. Un delirio. Con Timerman la revista era más conservadora; en 1963 se preguntó cuál era el hecho cultural del año, y yo dije: “Los Beatles”. No salieron, pero pusimos en la portada a Borges, a Cortázar, a García Márquez, a Cabrera Infante. Antes de eso habían tratado muy mal en Primera plana los cuentos de Cortázar y La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Descubrimos que había una literatura latinoamericana y gracias a eso fuimos abriendo paso a la literatura y nos alimentamos de ella…

P. Entonces se estaba inventando el nuevo periodismo en Estados Unidos, pero ustedes ya lo hacían en América Latina.

R. Y creo que además entre nosotros nació por instinto, por pura necesidad de narrar, por el vicio de leer novelas y por estar disconformes con el modo que se tenía de narrar la realidad. ¿Por qué no podemos narrar en periodismo como en las novelas? En dos de mis primeras novelas trabajo el nuevo periodismo: en La novela de Perón narro de modo novelesco una investigación muy seria, y en Santa Evita decido invertir los términos del nuevo periodismo. Si en la primera había contado, con los recursos de la novela, lo que me parecía periodísticamente cierto, en Santa Evita narro con los recursos del periodismo una ficción absoluta, y la gente se la creyó.

P. Se mezclan las aguas.

R. Y eso te obliga a tener un cuidado ético muy severo. El lector no se debe sentir confundido: la ficción es ficción y el periodismo es periodismo, porque corres el riesgo de pervertir ambos géneros.

P. Y el periodismo es una materia delicada.

R. Yo parto del hecho de que el periodismo es ante todo un acto de servicio, un servicio al lectoR. Con el periodismo tú le sirves a un lector; le presentas una realidad con la mayor honestidad posible, con los mejores recursos narrativos y verbales de que dispones. Pero en todo momento tienes que dejar bien claro que esa es la realidad que tú has visto, en cuya veracidad confías… En la ficción, en cambio, tienes que dejar en evidencia que esos datos que das no son confiables. Por eso puso debajo del título de Santa Evita la palabra novela.

P. El periodismo es una materia omnipresente. ¡Hasta en Borges!

R. Borges empieza siendo un periodista; dirige un suplemento cultural en el diario Crítica, ¡imagínate, el diario más popular de Buenos Aires! Ahí él arranca haciendo un periodismo de imaginación. De hecho, su Historia universal de la infamia está basada en hechos reales que él transforma en ficciones.

P. Y la obsesión de Gabriel García Márquez por el dato es equivalente a la que siente Truman Capote porque no se le escapen detalles en A sangre fría…

R. En el caso de García Márquez es porque a él le importa mucho la creación de un universo verosímil, aun en las novelas. El lector se identifica más con lo que narras si esto le parece verdadero… García Márquez es un obsesivo de la información; yo lo he visto trabajar en Noticia de un secuestro con una obsesión por la información precisa que va más allá de todo cálculo. Ya era en ese momento un escritor de primera línea, había ganado el premio Nobel y estaba trabajando en ese libro-reportaje como en cualquiera de sus novelas de otro registro. No hay que descreer de un solo dato. En cambio, no le creas ni un solo dato de El general en su laberinto: es todo invención e imaginación.

P. Se retroalimentan el periodismo y la ficción, y juntos constituyen el llamado nuevo periodismo. ¿Qué le dio el uno a la otra?

R. En primer lugar, un mayor y mejor acercamiento del lector al hecho tal como es. Porque proporciona una identificación entre el lector y los personajes a los cuales estás aludiendo. El viejo periodismo decía: “En el tsunami habido ayer en el sureste asiático murieron equis personas; una gran ola avanzó kilómetros y alcanzó aldeas y ciudades…”, mientras que el nuevo periodismo empezaría así una noticia como esa: “La señora Tapa Raspatundra estaba en la orilla de su pueblo en Java cuando un enorme nubarrón en el horizonte le hizo prever la catástrofe, tomó a sus niños en brazos y escapó de una tragedia que causó equis muertos”. Cuentas el horror de la ola e identificas al lector con un personaje que vive en primer plano la tragedia. El relato introduce al lector en la historia.

P. ¿Y el periodismo de siempre se está alejando del periodismo deseable?

R. Siento que en el periodismo tradicional se trata al lector como si tuviera doce o catorce años; en vez de alzar a los lectores hacia la inteligencia de su medio rebaja su lenguaje. Se trata de masificar el periodismo, y esta es una de las enfermedades de esta época.

P. Otra enfermedad es la conversión de la información en espectáculo.

R. Pensando que esa frivolización atrae lectores… Para eso es mejor publicar en los faldones del diario trozos de novelas, como se hacía en el siglo XIX…

P. Los políticos también son presentados ahora como parte del espectáculo, y ellos mismos se comportan a menudo como si fueran actores, ávidos de la cámara…

R. No dudo que el efectismo sea más entretenido, pero la misión del periodismo es no obedeceR. El periodismo es un acto de servicio, pero no es un acto de servilismo, y por lo tanto los periodistas tienen que hacer aquello que su conciencia le dicta… El poder o amordaza o trata de comprar al periodista; pero primero trata de halagarlo, y hay formas muy sutiles de halago; programas en las televisiones del Estado, una forma nueva del sobre a fin de mes.

P. Usted pasó una experiencia central en su vida, la dictadura militaR. En épocas así el periodismo no se reconoce a sí mismo.

R. La dictadura tuvo un efecto muy nocivo, muy venenoso en mi país, y cercenó muchas de las dignidades periodísticas de ese tiempo, no sólo en Argentina, también en Chile… Y yo pasé ese tiempo en Venezuela, en el exilio. En aquella época no existía la posibilidad de acceder a la lectura diaria del periodismo en otro país. En la distancia se veía que aquel proceso que se vivía en Argentina era dictatorial, y atrozmente dictatorial. Recuerdo que a los pocos días de estar en El Nacional de Caracas, donde me acogieron, me pidieron una crónica sobre Argentina. La titulé Una larga marcha entre los escombros; recogía ahí los nueve puntos de la Junta Militar, que condenaba a la ciudadanía a la obediencia ciega. Me decían: “Te equivocas, Videla es el bueno; ha triunfado la línea más civilizada del Ejército, hay una línea más perversa…” La había, pero Videla había preparado arteramente la matanza completa de toda conciencia de la sociedad.

P. Brecht decía que había que cantar también en tiempos sombríos. ¿Y hacer periodismo?

R. En Brasil hubo momentos memorables bajo la dictadura; cuando la censura oficial prohibía la publicación de ciertas noticias los periódicos salían con espacios en blanco allí hubieran sido impresas tales informaciones. En Argentina eso no sucedió. Aquí o eras cómplice o no sabías a qué te exponías. La complicidad fue una exigencia para poder trabajar en el periodismo. Los periodistas chilenos han pedido disculpas por su obediencia a la dictadura de Pinochet. Los periodistas de mi país no han pedido disculpas. Muchos de ellos se enorgullecen de lo que hicieron: creen que hicieron lo correcto y estaban de acuerdo con lo que se hacía.

P. Cuando García Márquez le entregó a Iñaki Gabilondo el premio de la Fundación Nuevo Periodismo le dijo en alto que ahora leía la prensa y se ponía a rabiar como un perro. ¿A usted le pasa?

R. Lo que pasa es que a Gabo le molestan ciertas carencias de calidad en la prensa, ciertos errores en la calidad. Más de una vez se ha ofrecido a corregir gratis El tiempo de Bogotá. Él se levanta rabioso cuando lee títulos mal puestos o equivocados, copetes [entradillas] que repiten la noticia del título…

P. ¿A usted le pasa?

R. No, no me comprometo tanto con lo que leo, soy un lector más pasivo… Me irrita, por ejemplo, la confusión de nombres, porque creo que la identidad de una persona es también un nombre. Si tú confundes a una persona y la llamas de otra manera, disminuyes a esa persona. Y me molestan erratas torpes. Ves una errata y ya no te crees el resto. Y ves un error, y el resto te parece garrafal.

P. Con todo lo que hay sobre la mesa sobre lo que es el periodismo hoy, ¿cuál sería su diagnóstico sobre el porvenir del oficio?

R. Periodistas habrá siempre, como narradores. Defoe es anterior al periodismo, como Homero o Herodoto; eran todos narradores de hechos que daban como ciertos, y la historia sigue en pie gracias a que el hombre siempre tuvo vocación de narrar sus hechos. No narraba las ausencias: narraba aquello que le parecía narrable o contable. Sólo lo escrito permanece; aquello que no ha sido narrado no existe, y lo que ha sido escrito se convierte en verdad. Y eso seguirá siendo así. ¿El periodismo? Las transformaciones son muy vertiginosas. Cuando yo era un niño no había televisión, había radio y era una radio mucho más precaria que la de ahora: En mi primer trabajo en el periódico las grabaciones de las noticias se hacían en cilindros de cera. La primera vez que fui a Madrid a entrevistar a Perón, en 1966, las noticias se transmitían por télex, o por telegrama. Y ahora mira los adelantos que hay. A este ritmo, ¿cómo quieres que prediga el futuro?

P. ¿Y el pasado? ¿Qué le ha dado este oficio?

R. Un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mi, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio.

Written by Marisol García

August 5, 2009 at 2:59 pm

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Kapuscinski – TODO

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Written by Marisol García

August 4, 2009 at 1:33 am

el qué, quién, cuándo, dónde y cómo del periodismo

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Por Arcadi Espada

La inquietud esencial del periodista es la existencia de la verdad. Pero hoy en día, al aproximarse a ella, debe dejar de lado la pregunta que antes parecía tan importante: el porqué. Desde una controversia histórica que aún no termina, Espada escribe acerca de los daños del relativismo y de los riesgos que corre quien sostiene la contundencia de los hechos.

El otro día tuve que explicarle a un juez algo terco este asunto elemental: que la verdad no tiene versiones. Si la verdad tuviera versiones, él no podría trabajar. Estaría bueno que tras firmar una cadena perpetua adujera: así dispongo, según mi versión de las cosas. No acabé de razonárselo como hubiera querido, porque pretendía encarcelarme y esta posibilidad requería de toda mi atención y mi esfuerzo. Poco después, en un periódico de la ciudad, un hombre realmente muy modesto sostenía que en el periodismo la búsqueda de la verdad es propia de presuntuosos y que la verdad misma es como las verduritas en juliana: de muchos colores e inaprensible. Nada nuevo: hace muchos años que el periodismo, en su humildad infinita, da cobijo a estos edificantes razonamientos. Y a pesar de la costumbre, siempre derramo una furtiva lágrima cuando los escucho: qué bonito oficio, y qué misericordioso, el mío, dando por igual la palabra a la verdad y a la mentira, al pequeño y al grande, al agudo y al romo. ¡Qué crisol conmovedor! `[···]

Al pie de un hecho, el periodismo debe reunir todos los detalles verdaderos que llegue a conocer sobre él. Incluso porqués. Pero porqués que puedan transmutarse en qués, o en cómos. Entre la explicación del derrumbe de una casa o del asesinato de una adolescente gaditana hay muchas diferencias. Pero hay una, retórica, importantísima: el porqué del derrumbe puede subsumirse fácilmente en alguna otra pregunta. La facilidad es incluso gramatical. Es decir, podemos escribir sin raspa: “El edificio cayó cuando hizo explosión una bomba de dos kilos de dinamita”. ¿Pero cómo rehuir, físicamente, gramaticalmente, el por qué al anotar la causa de que un adolescente mate a otra? ¿Cómo responder a esa pregunta en cualquiera de las otras?

En los años sesenta del pasado siglo, después de la publicación de A sangre fría, la obra más conocida de Truman Capote, el periodismo se infectó de verosimilitud. Decidió que en su competencia no entraba sólo lo que había ocurrido, sino lo que no ocurrió, pero pudo ocurrir. La epidemia aún dura. La aplicación de las técnicas novelísticas al relato de hechos reales ­esa contradicción ontológica­ ha contribuido al desguace del periodismo. También aquí el relativismo ha impregnado e impregna el ambiente insistiendo en la presuntamente muy delgada línea que separa la ficción de la no ficción: si alguien se interesara por un oficio que ya parece más bien pura melancolía, qué duda cabe de que la búsqueda de una retórica de la veracidad sería uno de sus objetivos primordiales. Pero si traigo esto a colación es para observar cómo en la proliferación desacomplejada del por qué periodístico se distingue la huella de la ficción novelesca. Sólo en las ficciones todas las preguntas suelen tener respuesta y todos los móviles de los personajes aparecen nitídamente diferenciados. Es raro encontrar ficciones donde los actos de los personajes no aparezcan justificados y diseccionados. El pacto con el lector obliga a vincular cualquier acto con su móvil. Lo contrario sería antieconómico. Una novela es un territorio simbólico en todos sus gestos y cualquier símbolo, aun el más trivial, ha de tener su explicación y su significado. Su porqué.

En el periodismo no hay símbolos. Cuando el periodismo se hace simbólico, miente. Pasa de hablar de los hombres ­su función­ a hablar de los tipos ­su ruina epistemológica. Así crea mitos como la maldición de los Kennedy. Para explicar la maldición bastaría explicar, como una tarde lo hizo Barbara Probst, a qué velocidad conducen sus coches y sus avionetas de pijos, y con qué desprecio. Todos los tipos, y qué decir de los arquetipos, exhiben su porqué: aunque se trate de una maldición. Mientras tanto, los hombres, protagonistas fantasmales del periodismo, lo buscan, a veces muy desesperadamente, sin dar con él. El periodismo no debe adentrarse nunca en esa intimidad. El periodismo fue creado para dar cuenta de los hechos de los hombres, en su tiempo presente. De los hechos ciertos, inexpugnables, solitarios. Esos minerales de donde arranca la capa freática de la ambigüedad humana.

Written by Marisol García

July 27, 2009 at 2:44 pm

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¿qué hacer con tanta información?

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Por Francisco Rubiales (septiembre 2005)

Hace medio siglo, los intelectuales denunciaban que sólo algunos tenían acceso a la información y que ese factor condicionaba el futuro del mundo y perpetuaba a los poderosos en el poder. Hoy, gracias al desarrollo de las modernas tecnologías de la información, la situación es muy diferente: el acceso a la información se ha democratizado y existe tanta información al alcance de los ciudadanos que el verdadero problema consiste en asimilarla.

Un ser humano inteligente puede asimilar unas 220 palabras por minuto, pero no podrá mantener ese ritmo de esfuerzo cerebral por mucho tiempo. Después de tres horas, estará confuso y tan agotado que sus neuronas no serán capaces de asimilar sin garantías más de 100 palabras por minuto. Ese ritmo de asimilación, esa capacidad de proceso, es tan reducida que, comparado con el inmenso océano de información existente, resulta ridícula.

Ante el enorme problema de la limitada capacidad humana para procesar la información se abren dos vías de solución: por un lado es necesario seleccionar previamente la información y procesar sólo la más importante; por otro lado hay que incrementar, como sea, la capacidad de proceso.

Conscientes de que el cuello de botella está en esas 220 palabras por minuto que el ser humano puede asimilar, en algunos centros de investigación de Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón se está experimentando con la transmisión no de palabras sino de conceptos y utilizando otra vía de entrada a cerebro que sea más eficiente que el ojo humano. De lo que se trata, en lenguaje comprensible, es de transmitir no palabras sino pensamientos completos y de llegar con ellos al cerebro, no a través de la vista sino en paquetes trasvasados por algún tipo de telepatía o por haces de ondas alfa.

Pero, mientras llega el futuro, el presente está imponiendo sus leyes y conclusiones. Desde la óptica de los medios de comunicación, una de ellas es la agonía del periódico tradicional, que fue ideado como transmisor perfecto para unos tiempos pasados en los que la información era escasa, y que no sirve ya para estos nuevos tiempos de saturación informativa.

Leer un peródico en este siglo XXI puede resultar agradable y relajante pero también puede ser el mas ineficiente de los sistemas para asimilar información. Quizás por eso el ser humano dedica cada día menos tiempo a leer un periódico (en la actualidad unos 25 minutos), mientras que incrementa el tiempo que dedica a captar información a través de la televisión o de Internet, donde encuentra sistemas más eficientes y modernos de transmisión de información.

Aunque muchos no lo sepan, ahí está la verdadera razón del triunfo y auge de las tertulias y de la opinión en general. Los tertulianos no transmiten solo palabras a la audiencia, sino también conceptos, y lo hacen con gran eficiencia, quizás amparados en la autoridad que el receptor les reconoce y en su capacidad para seleccionar y sintetizar. De alguna manera, el tertuliano y el columnista transmiten a sus audiencias información ya seleccionada y procesada, permitiéndoles incrementar ocho o diez veces su capacidad global de proceso.

Claro que el nuevo sistema trae consigo riesgos y problemas, todos derivados de que el receptor pierde gran parte de su libertad, ya que no recibe información pura sino informes y criterios previamente seleccionados, procesados, digeridos y mediatizados por otros.

El mismo argumento sirve para explicar el auge de la televisión, cuya capacidad de transmitir información, vía imágenes, que son ya conceptos, es muy superior a la del periódico tradicional.

Pero donde el problema de la capacidad de proceso alcanza su dimensión decisiva es en el discurso del poder. Si es cierto que información equivale a poder, en el futuro el más poderoso será quien sea capaz de seleccionar y procesar más información. Aparentemente, el Estado, con sus legiones de funcionarios, servidores, espías, analistas y servicios de inteligencia, tiene garantizada la victoria una vez más frente a la sociedad civil, pero eso no está tan claro porque los ciudadanos están demostrando una capacidad sorprendente para adaptarse a las nuevas tecnologías y para extraerles un rendimiento que sorprende y asusta a los poderosos.

Pero de ese tema hablaremos en otro artículo.

Written by Marisol García

July 26, 2009 at 5:12 pm

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preguntas que sobran

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Por Francisco Mouat (Revista “El Sabado”, El Mercurio / junio 2005)

Nunca se me ocurriría obligar a alguien a que me dé una entrevista. Si lo hice alguna vez, ahora me arrepiento. Somos libres y soberanos para hablar con quien nos parezca. Sé que decir algo así, tratándose en mi caso de un periodista, es renunciar a parte del decálogo no escrito de nuestra profesión. No me importa nada. Del mismo modo, comulgo con Roberto Merino cuando en una de sus magníficas crónicas cuenta cómo se niega a importunar al dramaturgo Jorge Díaz, que está sentado al lado suyo en una mesa del Tavelli un domingo en la mañana, y que bien podría ser su entrevistado por la cantidad de evocaciones y recuerdos escolares que le provoca su presencia: ¿Cómo puede interrumpírsele a un ser humano ese momento de entusiasmo inexplicable que constituye el domingo en la mañana? ¿Cómo acercarse a alguien so pretexto de familiaridad visual con una grabadora oculta bajo la manga y ningún asunto concreto en el temario?. Merino dejó pasar esa virtual entrevista, como seguramente ha dejado pasar muchísimos otros momentos por timidez o, como él mismo dice, porque un exagerado sentido de la pertinencia lo congela.

Algo parecido le ha sucedido al polaco Ryszard Kapuscinski en su andar mundano: ser periodista, y de los mejores del planeta, no le da patente para importunar a los demás ni lo obliga a hacer preguntas allí donde la realidad se exhibe con una ferocidad evidente. Una vez, estando él en la mina Komsomólskaia, en la vieja Unión Soviética, le ofrecieron la oportunidad de hablar con mujeres mineras: “Paredes cubiertas de hielo, torres cubiertas de hielo, haces de luz casi imperceptibles y, debajo de los pies, un barrizal negro. Mujeres distribuyendo vagonetas, levantando y bajando palancas, traviesas y postes. ¿Quieres hablar con ellas?, me pregunta Guennadi Nikoláievich. ¿Pero de qué? En derredor no hay más que frío, oscuridad y tristeza. Y ellas, que se mueven trabajosamente, están ocupadas, cansadas […]. Más vale que les muestre mi respeto, que les proporcione un pequeño alivio que, simplemente, consistirá en que no querré nada de ellas, ningún esfuerzo adicional, aunque sea tan insignificante como contestarme a una pregunta de rutina”.

Torpemente, a los periodistas nos enseñan muchas veces a desconfiar de nuestras propias percepciones. A no creer en lo que dice nuestra propia mirada. A no darle importancia. El gran argumento esgrimido es que nosotros no somos los protagonistas de la historia que contamos. Somos, se supone, apenas sus narradores. Ignoramos de este modo una de las fuentes básicas de información: la que nos revelan nuestros sentidos y nuestra mente. Kapuscinski lo expresa con claridad, siempre a propósito de los mineros: No hay ninguna necesidad de hacer preguntas cuando todo está claro nada más verlo. Nos damos perfecta cuenta de lo durísimo que es el trabajo del minero, una vida plagada de dificultades y en la que la gente pasa medio año sin ver la luz del día. Ya sé que cobran sueldos de miseria. ¿Qué más da que me digan dieciséis rublos o dieciocho? Es un dato sin ninguna importancia; lo importante es que son pobres, muy pobres.

Recibo de rebote un e-mail de una doctora joven, ginecóloga, llamada Francisca Valdivieso, ex estudiante de la Universidad de los Andes que está desde hace algunas semanas trabajando en Liberia. Lo que cuenta a sus amigos revela un abismo de distancia entre nuestras comodidades, a las que nos acostumbramos con brutal inconciencia, y el mundo despiadado en que les toca vivir a las mujeres liberianas que atiende día a día. Se trata de un rincón de África que hoy está sin luz eléctrica, sin agua potable, sin alcantarillado, sin teléfono, sin correo, sin gobierno, sin anestesia, con los escasos hospitales colapsados y donde el primer afán de Francisca es impedir que las guaguas mueran al nacer y lograr que las madres que estén en parto puedan sobrevivir a la experiencia. No hay demasiado que preguntar, en verdad. Sólo comprobar en silencio, una vez más, que nuestro mundo ordenado es un privilegio que convive con otros mundos acerados por el filo de la pobreza, donde se ríe y se baila para no llorar.

Written by Marisol García

July 26, 2009 at 5:09 pm

vender bonito

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Un escaparate con algunos de los anuncios contemporáneos más espectaculares del mundo. Punto de partida para que la publicidad se enfrente a un debate sobre la primacía de palabra o imagen. Y a su realidad cambiante: consumidores inmunes y el imparable empuje de la creatividad no anglosajona

Por EUGENIA DE LA TORRIENTE / EL PAIS SEMANAL – 28-05-2006

“Sí, pero estamos hablando de ello”, dice con tono triunfal mientras alcanza la última croqueta. El silencio le contesta mientras cada comensal se reprocha a sí mismo haber vuelto a caer. Ser tan previsible como para estar hablando de un funesto anuncio en una cena. Y quien dice funesto, dice incomprensible, feo, absurdo. Notorio, al fin y al cabo. Significativo, seguramente. La publicidad nos habla tanto de lo que somos como de lo que queremos ser, de nuestros anhelos y de nuestros miedos. Una idea que preside el macrorrecorrido del libro Adversting now! por las más espectaculares campañas gráficas contemporáneas de 40 países. Más un catálogo de ambiciones y pulsiones que de productos.

“Lo que la publicidad hace no es vender. No somos vendedores. No podemos coger un producto, ponérselo al cliente en las manos y hacer que nos dé dinero. Hay muchos pasos antes de llegar hasta ahí. La gente dice: ‘El anuncio funciona, porque estamos vendiendo más’. Pero ¿no podría ser porque el precio era fantástico? No siempre es gracias a la publicidad. Eso es una chorrada. Hay mucha más gente implicada en el proceso: una fábrica llena de personas elaborando el producto, gente rompiéndose la cabeza para fijar los precios o conduciendo coches baratos para recoger pedidos. La publicidad no hace nada de todo eso. Se limita a decir que el producto existe. Los clientes son los que deciden si lo compran o no”. Así define su trabajo en el libro una leyenda de la publicidad. Neil French tiene 62 años, y además de desempeñar toda clase de ocupaciones en la publicidad (en todos sus escalafones), ha sido cantante, pornógrafo, representante de grupos de rock, actor y director de cine. Un personaje atípico que hoy es director creativo mundial de WPP, y que en su página web recopila sus trabajos y da peculiares y coloristas consejos de viajes (los hoteles que le gustan y los que odia, la peor compañía para alquilar un coche…).

Él es, además, uno de los principales valedores del poder de la palabra en la publicidad. Imágenes o letras: ¿qué es más efectivo en un tiempo en el que los consumidores han desarrollado cierta inmunidad a los anuncios? Un debate al que French aportó recientemente una pieza peculiar: una página completamente cargada de texto, y un titular: “Hoy día, ya nadie lee anuncios largos. Descubra por qué”. “El género ha cambiado recientemente”, apunta French. “Fue la agencia de Marcello Serpa la que lo cambió todo. Serpa es un tipo realmente brillante. Al parecer no le gusta que lo diga. Se dio cuenta de que jamás iba a ganar un montón de premios en Cannes con anuncios brasileños porque sólo los entienden brasileños y portugueses. Así que prescindió de las palabras. Ni titular, ni nada. Sólo una imagen fantástica y un logotipo en la esquina inferior derecha. Inventó ese formato y todo el mundo se limitó a imitarlo servilmente”.

Marcello Serpa tiene 42 años y es uno de los líderes del auge de Brasil en los foros de la creatividad internacional. El director creativo de Almap BBDO (la agencia con más premios del mundo en 2004, según The Gunn Report) ostentó en 2000 el honor de ser el más joven presidente del jurado de publicidad impresa y televisiva en Cannes, y defiende su visión. “Creo sinceramente que la imagen es la forma de comunicación más poderosa que existe”, afirma en Advertising now! “Y lo creo pese a que necesito palabras para expresar esta opinión. La Biblia dice: ‘Y Dios creó la palabra’. ¿Y para qué la creó, si no es para describir una visión divina que había experimentado? Soy consciente de que se trata de una opinión individual y cuestionable, pero no puedo evitar sostenerla”.

Puntos de vista categóricos que se cruzan en las páginas del libro, pero que no llegan a enfrentarse. Un debate abierto. “Da la impresión de que la mayoría de redactores publicitarios no se siente capaz de mantener la atención del lector más allá de unas pocas palabras”, apunta Gerry Moira, director creativo ejecutivo de Euro RSCG Londres. “No son capaces de desarrollar una idea que despierte el deseo de seguir leyendo. No buscan ir más allá del impacto momentáneo. La excusa más frecuente para esa falta de ambición consiste en describir al consumidor como un ser que no lee y sólo puede digerir la información si se la dan ya masticada y en dosis pequeñitas. ¿De verdad existe esa pobre criatura?”.

Hay quien así lo cree. Firmemente. Por ejemplo, Jonathan Cranin, director creativo mundial de McCann. “Igual es culpa de la rapidez de imágenes de los videoclips. O del mando a distancia, o de la comida rápida, o de los videojuegos (son perfectos para echarles la culpa de todo), o de las Mini Oreo, o de los eslóganes de pocas palabras. Parece que la gente tenga cada vez menos capacidad de concentrarse y quiera consumirlo todo en bocaditos pequeños”. Cranin, por todo ello, se alinea con Serpa en la defensa de la imagen. “Puede que una emoción no se exprese mejor con imágenes, pero sin duda se expresa más rápido. Por tanto, a medida que la publicidad se volvió emocional, la imagen adquirió mayor importancia”, razona.

“En los festivales, la imagen prima sobre el texto”, analiza Miguel Ángel García Vizcaíno, director creativo y fundador de la agencia Sra. Rushmore y presidente del jurado del Festival Publicitario Iberoamericano, El Sol, en la categoría de cine-televisión, gráfica y radio. “Los jueces tienen que ver miles de piezas y acaban eligiendo una imagen antes que un texto, que les obliga a leer, traducir… Es la ley del mínimo esfuerzo. Pero en la publicidad real es tan importante un buen visual como un buen titular. Es una perversión absoluta y una influencia muy negativa de los festivales pensar que el lector de revistas y periódicos no lee”. Los festivales publicitarios, como el de Cannes, nacieron con la intención de motivar a las agencias para que hicieran un trabajo más notorio, aunque se han convertido en un baremo paralelo al del consumidor capaz de condicionar por completo el discurso publicitario.

El Sol, festival que concluyó ayer en San Sebastián su edición número 21 con 3.275 piezas de 16 países, tiene otro objetivo. “Es un escaparate para demostrar la potencia de la creatividad latina y que en los centros de decisión no sólo recurran a agencias anglosajonas. Que también piensen en Madrid, Barcelona o Buenos Aires para una campaña internacional. Que dejemos de ser importadores de creatividad y pasemos a ser exportadores. Ésa es nuestra pelea común”, explica García Vizcaíno. La agencia de este madrileño de 41 años, presidente del Club de Creativos de España, consiguió alcanzar la final por la campaña mundial de Coca-Cola frente a (la anglosajona) Wieden + Kennedy. Todo un hito.

La publicidad latina planta cara, alimentada por el auge de campañas para este público en EE UU. Y Asia, por supuesto, también pide turno. “Los más estimulantes son los suramericanos. Me encantan. Son muy progresistas y ambiciosos, y no tienen miedo”, apunta Matthew Bull, director creativo general mundial de Lowe. “Y creo que los asiáticos sienten unos deseos enormes de formar parte del resto del mundo e influir en él. Me parece estupendo. Los países europeos son más aburridos. No aspiran a salir a conquistar el mundo. Por supuesto, en Europa hay agencias que son una excepción, pero no las suficientes. DDB o TBWA París, por ejemplo. Con suerte, esas agencias liberarán de sus cadenas el mundo de la publicidad. Necesitamos que Europa sea intrépida. Que sea brillante. Que sea líder. Y mejor, ni hablo de Nueva York”. Aunque, entrevistado en Adversting now!, este locuaz surafricano acaba haciéndolo: “El sentimiento generalizado que percibo en la publicidad neoyorquina es el miedo. Están demasiado cerca del mundo de las grandes empresas y se están convirtiendo en parte de él. Y en realidad somos una válvula de escape de ese mundo que le permite mostrar su lado más dinámico, más mágico”.

Un recorrido geográfico que no se detiene en España. ¿Qué fue de aquella potencia publicitaria? “A finales de los ochenta y primeros noventa estaba entre los tres mejores países, junto a Estados Unidos y el Reino Unido”, recuerda García Vizcaíno. “Triunfó lo que se llamó el estilo español: ideas potentes y producciones sencillas. Pero la fórmula se agotó y pasamos una travesía del desierto hasta hace tres años. El error en ese tiempo fue tratar de parecer anglosajones. Ahora estamos recuperando el tono y el humor español. Las agencias se están olvidando de contentar al jurado de Cannes y están pensando otra vez en su consumidor”.

Written by Marisol García

July 26, 2009 at 5:04 pm

El periodismo, clave del siglo XX

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Por MANUEL VICENT / EL PAÍS – Sociedad – 05-05-2006

Cuando dentro de 100 años los habitantes del futuro, que tal vez nacerán ya con las orejas puntiagudas, quieran saber cuáles fueron nuestros sueños y pasiones, por qué moríamos y matábamos, qué rostro tenían nuestros héroes y villanos, deberán conocer los nombres de los grandes testigos de esta época, que han sido y siguen siendo algunos periodistas. Como en el siglo de oro fueron los dramaturgos, en el XVIII los enciclopedistas y en el XIX los novelistas burgueses, el periodismo es el género literario que define nuestro tiempo.

Si yo fuera profesor de Historia, recomendaría a mis alumnos que dejaran de lado los viejos archivos, donde la única verdad irrefutable la constituyen el polvo y la polilla o, tal vez, la basura electrónica llena de virus, si estos archivos están ya informatizados. Para que pudieran llegar al fondo del siglo XVII les mandaría leer primero el teatro de Shakespeare, de Lope y de Calderón; del mismo modo que sólo leyendo a Rousseau, a Voltaire y Diderot podrían captar el espíritu del siglo XVIII, y que no entenderían nada del siglo XIX si no estudiaran como una asignatura las novelas Dickens, Balzac y Galdós. A mis alumnos les diría que la verdadera Historia es ésa, no los datos de las batallas ni las fechas de los tratados, sino el vuelo de los sueños que la sociedad, en un momento determinado, se dio a sí misma.

Ya en el siglo XX, bajo el presagio inminente de una lluvia de acero sobre Europa, Joyce, Proust y Kafka llevaron la estética literaria de la burguesía a su destrucción final. Joyce bajó de la mano de Freud hasta las mucosas más íntimas del subconsciente; Proust expresó la melancolía y el oro podrido con que la aristocracia coronaba su propia ruina evanescente hasta desaparecer, y Kafka convirtió ese mundo desgarrado, que se iba por el sumidero, en un triunfo del absurdo y la locura.

Si yo fuera profesor de Historia o de Literatura diría a mis alumnos que, una vez digeridos Joyce, Proust y Kafka, leyeran todos los días el periódico donde a partir de la Primera Guerra Mundial se refugió el alma del siglo XX. En medio de las ciudades calcinadas por los bombardeos o entre los escombros que deja la naturaleza convulsa cuando se expresa diabólicamente con seísmos e inundaciones, hay unos tipos que están presentes, disparan sus cámaras o toman apuntes directamente de esas tragedias en un bloc sudado que luego guardan en el bolsillo de atrás del pantalón. Son unos tipos audaces, fríos y, a veces, desesperados. En efecto, unos periodistas se mueven a sus anchas en medio de las hecatombes, pero otros de su misma raza también dan lo mejor de su talento abriéndose paso en la selva de los políticos, en el secreto de los tiburones financieros, en las cloacas del Estado, en el tejido cotidiano de las horas y los días donde los crímenes ordinarios se mezclan con el latido de las pequeñas pasiones y la lucha por la vida de la gente tributable. Como dijo Dylan Thomas, un buen periodista debe procurar ante todo ser bien recibido en el depósito de cadáveres. Aunque sólo sea, como en la película Primera plana, de Billy Wilder, para conseguir de madrugada un poco de hielo para el whisky.

Cuando pase el tiempo y el detritus de esta sociedad se eleve como un polvo sucio o dorado en el espacio de la memoria colectiva, ese polvo flotará acompañado sustancialmente de las palabras que fueron escritas en los periódicos, de las crónicas, los reportajes, los artículos y las fotos amarillas, que entonces ya no serán noticias, opiniones, pensamientos e imágenes concretas de la actualidad, sino la ficción de la vida que vivimos. Y ésa será nuestra verdadera historia literaria que hará soñar a los habitantes del futuro.

Pero, aun hoy mismo, el periodismo puede considerarse un género literario, porque la sobrecarga de información a la que estamos sometidos desde la mañana a la noche, e incluso durante el insomnio, hace que la realidad se rompa en mil pedazos cada día y se convierta en una ficción: cada esquirla de ese vidrio nos devuelve un fragmento quebrado de lo que creemos que es la actualidad que estamos viviendo. Las noticias de la radio, las imágenes de la televisión, la lectura del periódico en el metro o en el autobús se inmiscuyen en nuestras vidas hasta constituir una sola amalgama con nuestros sentimientos, con nuestra ideología, con cada uno de nuestros deseos, y al final ya no podemos distinguir lo que oímos, lo que vemos y lo que leemos de lo que soñamos.

En el periodismo ya no se lleva la bohemia. Aunque todavía queden algunos ejemplares de esta clase, en general ya no se puede decir del periodista que es ese tipo que escribe a toda velocidad sobre un tema que generalmente ignora, y lo hace de noche, y la mayoría de las veces cansado o bebido, y que no teniendo talento para ser escritor ni coraje para ser policía, se queda sólo en chismoso o en confidente. “No digáis a mis padres que soy periodista’, pidió alguien una vez. ‘Prefiero que sigan creyendo que toco el piano en un burdel”. Han pasado los tiempos, que algunos consideran felices, en que las querellas entre periodistas se revolvían en duelos al amanecer en los descampados o en bastonazos en los cafés.

Hoy, los males de este oficio son de otra índole. Algunos periodistas confunden su gastritis con los males de la patria; otros se han convertido en consejeros áulicos de políticos y banqueros, o se creen intérpretes de los designios de la historia y conductores de la opinión pública, o sueñan todavía con derribar al gobierno con un artículo, parodiando El error Berenguer, el famoso artículo de Ortega en El Sol, que terminaba con la expresión “delenda est monarchía”, o se disfrazan de periodistas del The Washington Post en busca de un Watergate aunque sea bajo las piedras. En este oficio se rompe muchas veces el principio de Arquímedes: muchos periodistas desplazan mucho más de lo que pesan. Tal vez esto se deba a que en periodismo rige un principio maldito según el cual el éxito de un periodista sólo consiste en ser leído y todo vale con tal de llevar al lector embebido hasta el párrafo final de la noticia.

Pero hay otro principio fundamental que se debe a Bogart: en esta vida, las personas se dividen en dos, en profesionales y en no profesionales. Y este principio rige tanto para asesinos como para poetas, pasando por los panaderos. He aquí otro aspecto de la fortaleza del periodismo. Al levantarse de la cama, uno espera que haya agua caliente en la ducha, que el cruasán del desayuno sea tierno y perfumado, que la calle haya sido barrida, que el conductor del autobús no dé bruscos frenazos, que el despacho esté ordenado, que el primer cliente acuda a la cita con puntualidad. Para que la vida transcurra con rigor y suavidad a cualquier hora del día, se necesita que unas personas hayan cumplido simplemente con su deber. No son héroes, sino ciudadanos corrientes que trabajan dentro de la normalidad. Detrás del café y el cruasán que uno toma mientras lee el periódico hay un mundo de perfección. Del mismo modo que el conductor del autobús, el panadero o el cartero son buenos profesionales, también las páginas de un periódico solvente han sido trabajadas por periodistas oscuros que no equivocan nunca los datos, que contrastan los hechos, que no buscan el escándalo por sí mismo, que no quieren derribar a ningún gobierno, que sólo sienten pasión por la información rigurosa, caiga quien caiga; que aman la libertad de expresión hasta allí donde empieza la vida privada intocable de cada individuo. Los héroes de este oficio son aquellos periodistas que dan noticias fidedignas, emiten comentarios inteligentes y ponderados, conscientes de que la moderación es la conquista más ardua del espíritu y a la vez el arma más certera. Llegar a la cima de esta fortaleza exige cada día una mayor preparación técnica, científica y cultural, acorde con la complejidad del mundo. El éxito de un periodista no consiste en ser leído, sino en ser creído. La credibilidad es su único patrimonio.

Se cumple hoy el trigésimo aniversario de la salida de EL PAÍS a la calle, un periódico que sintetizó todo el espíritu del regeneracionismo que había quedado en suspensión en el aire en medio de la destrucción de la Guerra Civil. Nació felizmente sin ninguna servidumbre con el franquismo. Con el ejemplo del gran filósofo y periodista Ortega y Gasset, que da nombre a estos premios de periodismo, que hoy han sido concedidos con toda justicia a unos excelentes profesionales, el desafío consiste en continuar trabajando para que éste siga siendo un periódico solvente, que dirija su información al córtex de sus lectores donde reside la inteligencia, no al cerebro límbico, asiento de las emociones primarias, del fanatismo, de los deseos ciegos y de las creencias; ni mucho menos al cerebro del reptil que todavía subyace en el fondo del cráneo humano y que nos gobierna los instintos básicos, el hambre, la sed y el sexo. El córtex, el córtex debe ser nuestro objetivo, donde reside el análisis y la elegancia del matiz o del regate.

Son 30 años, dos generaciones, según el módulo de Ortega, las que han convivido ya con este periódico, desde aquella España color ala de mosca hasta ésta de hoy más compleja, optimista y abierta, en la frontera de la libertad, de la democracia y de la tolerancia. Debemos felicitarnos por ello.

Aparte de todos los males de este mundo y sin saber sobre qué soporte leerán las noticias los habitantes del futuro, hoy todavía resulta un placer acercarse cada mañana al quiosco y al coger EL PAÍS, no como quien agarra airado una navaja, sino como quien escoge un alimento intelectual e informativo bien horneado, sentir que el latido real de la vida vibra en tu pulso, junto con la sangre y la tinta, y luego leer la historia universal, que nace y muere cada día, en el metro, en el autobús, en el despacho, sentado en la terraza de un café, mientras alrededor de sus páginas fluye el agua de la gente.

Written by Marisol García

July 26, 2009 at 4:52 pm

el vicio sin castigo

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“Uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza”. El escritor elogia el placer de leer a propósito del libro de Alberto Manguel ‘Historia de la lectura’.

Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA ( EL PAIS SEMANAL – 18-12-2005

“Uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza”. El escritor elogia el placer de leer a propósito del libro de Alberto Manguel ‘Historia de la lectura’. He pasado una gran parte de mi vida sumergido en la lectura como un buzo pasa gran parte de la suya sumergido en el agua. Con la misma felicidad con que a los seis o siete años leía un tebeo de Pulgarcito o del Capitán Trueno leo ahora un libro sobre el planeta Venus, o una novela de Bernard Malamud que acabo de encontrar en un puesto callejero, o un reportaje del periódico, o una antología de poemas de William Carlos William. Entonces, cuando estaba en la escuela, me imaginaba el momento de volver a casa y ponerme de nuevo a leer mis tebeos, y esa expectativa me daba una dicha tan intensa, tan secreta, que era consciente de no poder transmitírsela a nadie. Vivía en una casa y en un medio social en los que apenas nadie sabía leer con fluidez ni escribir correctamente, y en el que los libros eran una rareza; pero tuve la suerte inmensa de que mis mayores accedieran a alimentar generosamente mi vicio precoz, en parte por una reverencia antigua hacia el saber y las palabras escritas, en parte por puro cariño. Volvían a casa de sus tareas misteriosas de adultos y me traían un cucurucho de cacahuetes recién tostados y uno de aquellos Sobres Sorpresa de la editorial Bruguera que contenían varios tebeos. En la madrugada del 6 de enero, los Reyes Magos austeros de aquel tiempo dejaban regalos que también tenían que ver con las palabras escritas: una pequeña pizarra y un pizarrín, de los que se usaban en los parvularios para trazar los primeros números y letras; un plumier o una caja de lápices de colores; algún tebeo, algún libro. Con la primera claridad del alba distinguía su portada, su título, empezaba a ver las ilustraciones del interior. El día de Reyes era una larga inmersión en la lectura.
Inmersión, sumergirse: hay mucha poesía en las expresiones más comunes. Uno se sumerge en un libro, desciende lentamente hacia el fondo de un medio más denso y menos iluminado que la realidad exterior. Uno cierra su escotilla, se acomoda en el silencio. El mundo real, unas veces es gozoso y otras es hostil. En la cámara sumergida del libro, uno se encuentra a salvo de todo, transitoriamente. El mundo real, la experiencia concreta, pueden ser felices o desdichados, estimulantes o tediosos: sea como sea, uno vive en ellos sometido a severas limitaciones de tiempo y espacio, a un reparto de personajes nunca numeroso, a la posibilidad del aburrimiento. El libro multiplica las dimensiones del mundo y la variedad de los paisajes y las vidas; lo salva a uno de la inmediatez literal de las cosas, de su anclaje fatal en el aquí y en el ahora, en el yo consabido. Pero el libro no embota la curiosidad hacia el espectáculo ilimitado y gozoso de lo más cercano: bien leído, es una lente de aumento, un microscopio, un telescopio, una máquina del tiempo.

Pero uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza. El buen aficionado lleva a cabo la mayor parte de sus mejores lecturas en diversos grados de proximidad a la posición horizontal. Bien es verdad que también se somete a las mayores incomodidades: lee de pie, en un vagón del metro; lee en la dura silla de una biblioteca pública, bajo una luz escasa que le daña los ojos; incluso en medio de la calle, con la misma impaciencia con que alguien que ha comprado una barra de pan recién hecha le arranca el pico tostado y se lo va comiendo en el camino hacia casa. Aquel lector definitivo, fanático, que fue Juan Carlos Onetti me contó una vez la emoción de ir por una calle de Buenos Aires leyendo una novela recién adquirida de William Faulkner, incapaz de contenerse hasta llegar a casa, hasta encontrar un banco en un parque. Cuando se tienen pocos libros, el único remedio contra la escasez es empezar de nuevo por la primera página a continuación de la última. A mí me pasó eso, a los 12 años, cuando descubrí La isla misteriosa, de Julio Verne, en una de aquellas ediciones memorables de la colección Historias. El vicio ha de ser alimentado, pero es un vicio tan feliz que la sustancia de la que se alimenta permanece intacta una vez consumida, incluso puede ser todavía más satisfactoria: es una refutación de ese antipático dicho inglés según el cual no es posible comerse la tarta y seguir teniéndola. Yo llegaba al final de La isla misteriosa y como no tenía ningún otro libro a mano volvía al primer capítulo, y la escena magnífica de los fugitivos que viajan en un globo arrastrado por un huracán era todavía más apasionante. ¿Cuántas veces puede uno leer un poema que le gusta mucho teniendo la sensación de que lo lee por primera vez? Pero la poesía, en su sentido más alto, no es un género literario, sino el ingrediente supremo de toda literatura, la nicotina que nos la vuelve adictiva, la dosis de uranio de la que se desprende una radiación perpetua, activa a lo largo de siglos, de milenios, tan poderosa que traspasa las distancias culturales y las barreras de los idiomas: hay tantos libros muertos que se escribieron ayer mismo, en nuestra misma lengua, y, sin embargo, Edipo rey, o la Iliada, o una oración egipcia para invocar a los muertos nos afectan con su radiactividad inmediata, brillan en la oscuridad como aquel mineral de uranio que los esposos Curie investigaban en su laboratorio.

El lector vicioso puede leerlo todo. “Yo soy aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles”, dice en una confesión conmovedora nuestro Miguel de Cervantes, que no en vano inventó al primer héroe consumado de la lectura. Uno lee hasta los papeles rotos de las calles, los letreros de las tiendas, la novela barata de intriga que encuentra un día olvidada en el asiento contiguo del tren; pero aprende también a distinguir lo que le gusta mucho de lo que no le gusta nada, y poco a poco se va formando un criterio que puede ser a la vez exigente e indiscriminado. Hay tantas variedades posibles en el placer de la lectura, tantas maestrías diversas, que cualquier prejuicio es una segura equivocación. El lector vicioso es entusiasta y apasionado, pero no es arrogante, porque lo último que haría es exhibir el número de sus lecturas o pavonearse de ellas y mirar desde arriba a quienes no las comparten. El número de las obras maestras es muy amplio, de modo que cada lector tiene un espacio de soberanía en el que escoger las que a él más le importan. Cada lector es soberano de su reino privado, y los descubrimientos que alguien en particular hace en un libro, otra persona puede hacerlos en otro. Uno quiere transmitir sus entusiasmos, no ejercitar el desprecio, y menos todavía condecorarse con el mérito de lo que ha leído, o, peor aún, convertirse en un impostor o en un comisario político, o ponerse por encima de los que no pertenecen a su cofradía.

El lector vicioso no tiene una cofradía: por una parte, está solo en su deleite, que es completamente desinteresado; por otra, su fraternidad se extiende ecuménicamente al número inmenso de los desconocidos con los que comparte su pasión. Y además, gustándole tanto los libros, el buen lector sabe que los libros no lo son todo, y que hay que desconfiar del que, mostrándose muy sensible a ellos, es indiferente al dolor o a la misma existencia de las personas de carne y hueso. Esta advertencia es importante en un país como España, en el que la malevolencia y la mala leche tienen un prestigio intelectual que a mí me parece cada día más inexplicable. Un canalla que lee a Proust no es menos canalla. Incluso cabe la duda de si es posible ser un canalla y amar a Proust.

Otros vicios se amortiguan con el tiempo o se vuelven impracticables para quien se dejó estragar por la mala vida. Después de cuarenta y tantos años de ejercer con permanente alegría y extremada constancia este vicio mío, cada día tengo la impresión de disfrutar más de él, y mi único disgusto es el de pensar que nunca podré leer todos los libros que quisiera. “Le vice impuni”, le llamó Valéry Larbaud; el vicio sin castigo. Ahora mismo pienso en el libro que leeré esta noche en la cama exactamente con la misma ilusión con que esperaba hace muchos años el sobre de tebeos que mi padre o mi madre me iban a traer cuando volvieran a casa. Ese libro recién abierto que desde las primeras líneas ya nos gusta tanto es un don que nunca estamos seguros de habernos merecido.

Written by Marisol García

July 25, 2009 at 11:39 pm